viernes, 8 de mayo de 2020

LA CANCIÓN DE LOS NOMBRES OLVIDADOS Alegato musical contra el olvido y la infamia

Título original: The Song of Names
Canadá-Hungría 2019 111 min.
Dirección François Girard Guion Jeffrey Caine, según la novela de Norman Lebrecht Fotografía David Franco Música Howard Shore Intérpretes Tim Roth, Clive Owen, Catherine McCormack, Luke Doyle, Misha Handley, Jonah Hauer-King, Gerran Howell, Saul Rubinek, Stanley Townsend, Magdalena Cielecka, Marina Hambro, Schwartz Zoltan Estreno en el Festival de Toronto 8 septiembre 2019; en Canadá y Estados Unidos 25 diciembre 2019; frustrado en España 13 marzo 2020

Conocido por su melomanía y filantropía, el canadiense François Girard se dio a conocer a finales del siglo pasado con el aclamado documental Thirty Two Shorts About Glenn Gould, que aquí se llamó Sinfonía en soledad y analizaba el peculiar estilo interpretativo del pianista también canadiense. Pero su mayor éxito hasta el momento lo logró varios años después con El violín rojo, una cinta que acompañaba las vicisitudes de un Stradivarius desde su construcción en Italia en el siglo XVII hasta nuestros días, pasando por varias manos y países, y cuya banda sonora compuesta por el prestigioso John Corigliano logró el Oscar correspondiente a 1999. Su pasión por la música se vio potenciada con El coro, su mejor y más incisivo trabajo hasta el momento, que protagonizó Dustin Hoffman hace seis años, mientras su atracción por la humanidad la cultivó con títulos como Seda, según la popular novela de Alessandro Baricco, y Hochelaga, un gran espectáculo audiovisual con el que rinde homenaje a los humanos que habitaron el continente americano antes de ser aniquilados por los colonos.

Ahora ha combinado ambas vertientes con una melancólica y decididamente triste adaptación de una novela de Norman Lebrecht sobre un niño judío polaco, prodigioso violinista, que crece en Reino Unido durante y después de la Segunda Guerra Mundial ajeno a la suerte que hayan podido correr sus parientes más cercanos en el campo de concentración nazi de Treblinka. Una odisea histórica que nos lleva de aquellos aciagos años hasta 1951 y los ochenta del pasado siglo, y nos hace viajar a Polonia y Nueva York en busca de la suerte de este niño, desaparecido ya joven cuando se disponía a debutar en un prometedor concierto. Todo parece encajar en esa recurrente idea de la historia verdadera, incluida la pieza musical que da título a la cinta, cuando en realidad todo es inventado, incluso la partitura compuesta para la ocasión por Howard Shore, que pretende ser un recordatorio de los nombres que perecieron en tan infame exterminio.

Más cerca del clasicismo y el academicismo cinematográfico, primorosamente ambientada, rodada y fotografiada, que de un cine comprometido y capaz de suscitar mayores emociones, Girard sin embargo trata a sus personajes con delicadeza, intenta justificar sus reacciones y recrea con elegancia momentos cercanos a lo sublime como la interpretación de la pieza a través de varios escenarios, desde el auditorio hasta el campo de exterminio minado de monolitos que recuerdan a las víctimas, pasando por floridos prados y la sinagoga desde la que se invoca el recuerdo y esa inatacable memoria histórica a la que el hombre tiene tanto derecho. En el camino disfrutamos con la música, además de la de Shore, fragmentos de Bach, Paganini o Bruch, en manos del joven violinista australiano Ray Chen, salvo en el duelo en el refugio anti bombas londinense que se marcan los propios Luke Doyle, que encarna al protagonista de niño y es él mismo un violinista prodigio, y Schwartz Zoltan, un joven violinista húngaro que encarna a otro estudiante polaco en Londres que sufre de manera atroz la pérdida de su familia. Lástima que a lo largo del metraje parezca apuntarse cuestiones como el extremismo religioso como castrador del arte, para perderse luego en argumentaciones que alejan las tesis prometidas, de forma que cualquier análisis concienzudo va difuminándose a favor de un drama lineal más pendiente de la imagen y el sonido que del dolor que subyace en el fondo, aunque el tono lúgubre y tristón se mantenga prácticamente en todo momento.

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