No por muchas veces programado deja de ser un placer volver a escuchar el Concierto de Beethoven, seguramente si no el mejor, uno de los mejores jamás compuestos para el violín. Comprobar cómo se enfrentaba a él Marc Soustrot parecía más interesante a priori que hacerlo con respecto al solista, el virtuoso y muy reconocido violinista ruso Sergei Dogadin. De él se desprendió un sonido extremadamente aterciopelado, algo más vibratado de lo conveniente, pero indiscutiblemente sólido y vigoroso. No hubo atisbo de liviandad ni superficialidad en su esmerado arqueado, si bien echamos en falta algo más de intención y expresividad en una interpretación que se nos antojó excesivamente académica, con unas cadencias que no acertamos a identificar, algo de su cosecha debió haber, que se pegaron demasiado a la melodía, como si reinterpretase el concierto sin acompañamiento orquestal.
Teniendo tan presente la majestuosidad y brillantez sin fisuras de la pieza, resulta increíble pensar que no obtuvo el reconocimiento que merecía hasta casi cuarenta años después de su estreno, cuando un adolescente Joseph Joachim como solista y Felix Mendelssohn como director lo recuperaron con ayuda de la Filarmónica de Londres. La importancia y la densidad de la orquesta no debe oponerse al solista, que sin embargo ha de reforzar el discurso orquestal y subrayar sus dotes de virtuoso. Todo esto se cumplió en la interpretación de Dogadin y la Sinfónica, sin embargo echamos en falta algo más de sentimiento y espiritualidad en la versión, y no porque el virtuoso no se dejara hasta el último aliento en su memorística interpretación, sino porque no nos pareció que fuese capaz de transmitir todo ese sentimiento veladamente trágico que emana de la obra. Fue como entender a la perfección toda la parte técnica pero dejar atrás un considerable peso de emotividad y presunta amargura, aunque Dogadin nos dejó un concierto impecable a nivel técnico, preciso y de sonido brillante. Soustrot se plegó a él con respeto y profesionalidad, contestando y dialogando con él, mientras cada uno y una de las solistas dejaron su impronta de magníficos instrumentistas, imprimiendo fuerza y energía allí donde tocaba, y delicadeza en los pasajes más introvertidos, ya fuera en la arrolladora belleza melódica del allegro inicial, como en el carácter de romanza, quizás algo falto de aliento poético, del larghetto, o la exultante alegría del allegro final. Como propina, Dogadin rubricó su condición de virtuoso con una fantasía del violinista y showman ruso Aleksei Igudesman, de aires tan discretamente aflamencados que hubo hasta zapateado.
El Concierto para orquesta de Bartók reproduce la idea del Concerto grosso del siglo XVII, con una serie de solistas enfrentados, aunque cada uno y una en pasajes distintos, al tutti orquestal. Fue un encargo de Sergei Roussevitzky, a instancias del director Fritz Reiner y el violinista Joseph Szigeti, muy amigos de un Bartók que entonces luchaba por sobrevivir en Estados Unidos, donde emigró huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Concebido para lucimiento de los solistas de la Sinfónica de Boston, ofrece grandes oportunidades a metales, maderas y viola, desde una caligrafía bastante conservadora para el legado vanguardista que había dejado el compositor húngaro. Pero no se trata de una pieza del todo convencional, y desde luego admite considerarse como obra maestra. Sentíamos curiosidad por cómo un maestro de la delicadeza y la elegancia como Soustrot se enfrentaría a un trabajo con tanta fuerza, carga enérgica e intensidad emocional. Y la satisficimos holgadamente gracias a una interpretación poderosa y concienzuda en la que batuta y orquesta se comprendieron a la perfección para ofrecernos una experiencia intensa, llena de desbordante energía. Hubo tensión e inquietud tanto en la introduzione como en una elegía resuelta con sentido dramático y apesadumbrado. Soustrot fue capaz de transmitir la sensación de sarcasmo y juego que expiden el gioco delle coppie (Juego de parejas) y el muy cantarín intermezzo interrotto, hasta desembocar en un fulgurante finale presto, en perpetuo movimiento, con turbulentos fugados y un apoteósico final, haciendo acopio en todo momento de energía y vitalidad.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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