Suele ser práctica común en los grandes teatros del mundo que, aprovechando la presencia de una importante batuta en su foso durante las representaciones de una ópera, la orquesta titular ofrezca un concierto bajo sus órdenes entre funciones. La Sinfónica lo ha hecho en muchas ocasiones, enmarcándolo en su temporada de abono, y la Barroca lo hizo anoche con el patrocinio de Teknoservice, integrándose en la nómina de buenas formaciones que nos visitan esta temporada bajo el epígrafe de Gran Selección. A ellos y ellas se unió la prestigiosa violinista Chouchane Siranossian, de quien no disfrutábamos en nuestra ciudad desde aquella maratoniana mozartiada del 2019 en el Espacio Turina que tan buen sabor de boca nos dejó. Curiosamente su hermana la violonchelista Astrid Siranossian participó en otra maratón, esta vez dedicada a Schubert, un año antes en el mismo espacio. Con Vivaldi en los atriles, perfecta alternativa al Haendel que estos días protagoniza Alcina en el Maestranza, Andrea Marcon con la Barroca repitieron la magistral lección de elegancia y refinamiento que ya ofrecieron con la ópera del alemán.
El reclamo era Las cuatro estaciones de Vivaldi, no por mil veces oídas menos atractivas, sobre todo si quien las interpreta se permite con todo el respeto y el acierto del mundo introducir en ellas algunas novedades y licencias que den al conjunto frescura y nuevo lustre. Junto a ellas, y como aperitivo, se ofrecieron cuatro conciertos con diversas combinaciones de cuerda como solistas, tres de los cuales son lo suficientemente populares como para considerar la propuesta una suerte de grandes éxitos concertantes del genio veneciano. De abrir la lista se encargó el imponente e impetuoso Concierto en Do mayor RV 114, una breve pieza familiar al conjunto que la batuta de Marcon trató con suavidad para limar sus aristados acordes, obteniendo de la orquesta la oportuna respuesta para lograr una interpretación precisa y elegante. Le siguió un favorito de los violonchelistas, a pesar de que su oferta por partida doble no logró la continuidad deseada en el repertorio posterior. Mercedes Ruiz, que lo tiene grabado junto a Asier Polo y la Barroca, y Anastasia Baraviera demostraron con el RV 531 en sol menor un alto grado de complicidad y una habilidad para las ornamentaciones fuera de toda discusión, a pesar de que acusaron un volumen algo pequeño. Marcon enlazó los tres movimientos con transiciones en el clave o entradas inmediatas del movimiento siguiente, atendiendo siempre a esa elegancia y refinamiento aludidos, que dieron al conjunto un aire muy compacto.
En sus más de quinientos conciertos, Vivaldi jugó con todo tipo de solistas y combinaciones, como la de cuatro violines y un violonchelo con que despachó el RV 580 de L’estro armonico, más tarde convertido en Concierto para cuatro claves de Bach. En este punto se unió al conjunto la violinista francesa y advertimos en ella un sonido algo áspero y ocasionalmente estridente, y a la vez en perfecta comunión con sus compañeros, Bojan Cicic, Leo Rossi y Valentín Sánchez, que alternaron sus solos con alta precisión y sentido de la cantabilidad, mientras Mercedes revalidó su ingenio y facilidad para la ornamentación exuberante. Siranossian protagonizó el Concierto en Re mayor “Grosso Mogul” con que terminó la primera parte, enfrentándose a sus largas y complejas cadencias con maestría absoluta, enorme preciosismo e indiscutible virtuosismo, e incluso limando algunas de esas consideradas imperfecciones que enturbiaron a nuestro juicio el concierto comunitario anterior, y que en la segunda parte del concierto quedaron definitivamente superadas.
Y es que Las cuatro estaciones de Marcon, Siranossian y una Barroca sumisa a la particular estética del maestro italiano, fueron un dechado de magia y virtudes, una de esas ocasiones en las que por mucho que te creas familiarizado con la obra, todavía haya quien sorprenda y la haga escuchar con oídos nuevos, prestos a la sorpresa y la novedad. No es que sonaran acordes distintos ni atrevidos, simplemente logró con inflexiones y decisiones propias e informadas que el conjunto sonara nuevo y en cierto modo puntualmente diferente. A toda esa elegancia apuntada y refinamiento general, sin menospreciar ese ímpetu habitual de la orquesta que también asomó cuando correspondía, se unieron las magníficas prestaciones de Chouchane Siranossian, que logró momentos de alto voltaje, mientras el resto acometió la difícil tarea de acompañarle con fuerza y dignidad, la que afloró en los ataques contundentes y vehementes del Verano y el Invierno, frente a la sedosidad y la extrema delicadeza con las que abordaron los pasajes más amables e intimistas en la Primavera o el Otoño, todo tan bien calculado y perfectamente sincronizando para hacernos pasar una velada que hubiera sido aún más satisfactoria si no hubiésemos tenido que sufrir en esta segunda parte tantas toses, ruidos inexplicables y a menudo caprichosos, así como caídas de todo tipo de objetos, más sorprendente todavía tratándose precisamente de las obras de reclamo. Esta falta de respeto a los y las artistas y al público en general, esta agresividad grosera tiene que cesar para, entre otras cosas, no sufrir tanto bochorno.
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