Leonardo García Alarcón |
El homenaje que el Festival dedica este año a Claudio Monteverdi, cuando se cumplen cuatrocientos cincuenta años de su nacimiento, tuvo en este concierto su segunda parada directa, tras la interpretación que Rinaldo Alessandrini y Concerto Italiano hicieron de las Vísperas de la Virgen con motivo de su inauguración. Después de desgranar su más consagrada y reconocida obra religiosa, le llegó la hora a hacer lo propio con su música escénica, a través de arias de ópera y canciones de contenido igualmente dramático que ayudaran a situar la verdadera revolución del compositor de Cremona, la creación de una nueva música, impensable para el Medievo y el Renacimiento, capaz de despertar emociones y pasiones, así como de profundizar en el contenido poético de los textos.
Expectantes ante lo que nos podían ofrecer el teclista argentino Leonardo García Alarcón y el conjunto que formó hace doce años, Cappella Mediterranea, cuya excelente reputación les precede, la sensación final fue sin embargo algo decepcionante. Esperábamos encontrar una mayor variedad de matices y estéticas en un recorrido por la música contextualizada de Monteverdi, que se antojaba a priori muy significativa para entender su carácter innovador y revolucionario. Nada que reprochar desde luego al sonido empastado, bien definido y perfectamente articulado de cada uno y una de los integrantes del grupo, pero una cierta monotonía se adueñó no sólo de la instrumentación sino del carácter con el que abordaron cada composición. No había en la época una precisión exhaustiva sobre la instrumentación con la que interpretar cada pieza, ni siquiera las óperas, que en el caso de Monteverdi y su Orfeo implantaron el género tal como luego hemos seguido conociéndolo. Pero sí unas pautas de interpretación y unas coordenadas para que cada familia de instrumentos expresara emociones distintas, tanto bucólicas como infernales, y que en este caso no llegaron a cumplirse, generando una sensación de monotonía a la que no fue ajena la soprano húngara Emöke Baráth.
Emöke Baráth |
La suya es una voz enérgica, potente y bien proyectada, que la joven cantante modula con holgura y solidez, pero que emite un sonido algo impostado, de escasa naturalidad, y siguiendo unas pautas dramáticas y estéticas de semejante calado, da igual la pieza que interpretase. De nada sirvieron los juegos de luces, el esfuerzo por dotar a las obras de expresiva teatralidad ni los movimientos escénicos de la soprano a lo largo de la sala. Al final la sensación era la misma interpretase un madrigal (el famoso Lamento della Ninfa), un motete (Jubilet) o un aria (Dal mio Permesso amato de L’Orfeo con el que arrancó la cita, o el temperamental Disprezzata Regina de L’incoronazione di Poppea), limitándose a cierto aire más desenfadado cuando de interpretar un scherzo musicale se trataba (Quel sguardo sdegnosetto), así hasta acabar en la propina con un Si dolce é’l tormento tan correcto y pulcro pero corto de emoción como el resto del programa.
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