Bienvenido sea este festival si con él disfrutamos de grandes nombres de la interpretación, aunque sea incluyendo con calzador el Clasicismo vienés por venir ofrecido con instrumentos originales. En apenas unos días hemos podido observar un programa similar desde ángulos estéticos tan distintos como los que ofrecen Staier y Midori, muy expresivo con sus más y sus menos, o estos británicos (sudafricano él) Podger y Bezuidenhout, más atentos a la belleza del sonido, lo que sin duda enriquece mucho nuestra apreciación de la magia cuando la música se aborda con criterios dispares. Rachel Podger es sin duda un referente a la hora de interpretar a Mozart; su sonido penetrante y la flexibilidad con la que mueve el arco, extrayendo del violín pasajes tan vivos como ricos en colores, así lo atestiguan. Kristian Bezuidenhout se revela como un consumado artista del teclado, ya sea al clave, el piano o este fortepiano construido por McNully según un original de principios del XIX de Graf. Su pianismo es delicado, igualmente vivo y ensimismado en extraer tanta belleza de la música como le sea posible, aún a costa de descuidar otros matices inherentes a las partituras que afronta.
Tres sonatas bien distintas de Mozart y otra majestuosa de Beethoven centraron el programa, de estilo concertante las que ocuparon la primera parte del concierto. Algunos inconvenientes en el patio de butacas afectaron a nuestra concentración en el Largo que abre la K454, si bien ya fue posible atisbar la compenetración entre ambos intérpretes y el dominio melódico de cada uno. El Andante resultó sublime, pero sin acertar a marcar el patetismo que caracteriza su desarrollo central, y con cierta tendencia de Bezuidenhout a mirar al romanticismo en sus largas y rubateadas frases. La K306, última de las sonatas llamadas Palatinas de Mozart, evidenció la delicadeza y sofisticación de los músicos, marcando ritmo y color pero descuidando sus acentos dramáticos, que le dan a la partitura una particular profundidad expresiva.
La Sonata K302 permitió un fuerte contraste entre su a veces melancólico Allegro y el inhabitualmente lento Rondó, acertándose en imprimir considerable ternura a la partitura. De hecho Podger se agarra al violín como si fuera una almohada, descansando plácidamente sobre él y dejándose mecer por la magia y el ensueño para lograr un sonido perfecto y homogéneo; el disfrute se vislumbra en su rostro todo el tiempo. Con la Sonata nº 7 de Beethoven cambiaron las coordenadas estéticas y ambos se amoldaron a la perfección a su carácter dramático, pero siempre desde una óptica en el que primara la belleza del sonido y la delectación en sus frases melódicas, sin descuidar en exceso sus efectos trágicos y espíritu heroico. En la propina, Podger continuó provocando un efecto balsámico, como si nos cantara una nana, con el Andante sostenuto de la Sonata K296 de Mozart, también bellísimo y cristalino.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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