La dosis habitual de clasicismo que nos ofrece el Festival desde hace algunos años, so pretexto de interpretación rigurosa e históricamente informada, nos trajo uno de los tándem más esperados de la temporada, no sólo del certamen sino de toda la programación musical de este año, sobre todo teniendo en cuenta la escasez de música de cámara que desde hace años vivimos en la ciudad, al margen de la que nos ofrecen los agentes locales. Nada más y nada menos que Andreas Staier, uno de los mejores teclistas en activo, y Midori Seiler, cuyo prestigio y reconocimiento como activista de la interpretación historicista la avalan, se postularon como uno de los puntos culminantes del festival de este año. Otra cosa fueron los resultados.
Staier vino acompañado de un fortepiano de lujo, una réplica de un original de Conrad Graf construido por uno de los mejores especialistas de la actualidad, Paul McNully, hace apenas unos años. En él el afamado pianista y clavecinista alemán desgranó un Impromptu nº 1 de Schubert poderoso y enérgico, sin descuidar la delicadeza que caracteriza algunos de sus pasajes, potenciando en todo momento el sonido del instrumento y abriendo las posibilidades tímbricas de una pieza tan transitada como ésta a nuevas sensibilidades más afines a la estética con la que fueron concebidas; y cuatro de las Siete bagatelas Op. 33 de Beethoven, de las que emergieron su notable encanto y genial inventiva, sin menoscabo de su sofisticación. Su pulsación firme, ágil y precisa trascendió la irrupción de alguna nota falsa, que no logró eclipsar una interpretación excelente, diáfana y perfectamente definida, que se extendió también a su participación en las piezas a dúo que completaron el programa.
La Sonatina nº 1 de Schubert es una obra menor que apenas establece un diálogo entre el teclado y el violín, destacando la melodía por encima de un desarrollo superfluo. La escasa importancia que el autor daba al violín no es excusa para que Seiler extrajera un sonido tan desvaído y lánguido, de sonido dulce y sedoso pero líneas imprecisas y modulantes. Quizás fuera sólo mi apreciación, pues apenas conseguí sumar adeptos cuando tuve oportunidad de intercambiar opiniones. El problema sin embargo se agravó en la Sonata K526 de Mozart, cuyo encanto rococó y aparente sencillez melódica no debe eclipsar su arrolladora y penetrante profundidad, que la violinista no acertó a nuestro juicio plasmar en su debida proporción, faltando concisión, vitalidad y equilibrio. Especialmente grave fue el resultado en el andante, si bien Staier y Seiler no debieron considerarlo así al elegirlo precisamente como propina final. Los resultados mejoraron considerablemente en la Sonata D574 de Schubert, más conocida como Dúo para violín y piano, de carácter también desenfadado, llena de dulzura pero con espacio también para el drama; aspectos todos perfectamente encajados en una interpretación ahora sí vigorosa, con portamenti perfectamente medidos y una extraordinaria fusión de los instrumentos.
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