Alemania-Polonia-Francia 2017 118 min.
Guión y dirección Robert Schwentke Fotografía Florian Ballhaus Música Martin Todsharow Intérpretes Max Hubacher, Milan Peschel, Frederik Lau, Bernd Hölscher, Waldemar Kobus, Alexander Fehling, Samuel Finzi, Wolfram Koch Estreno en el Festival de Toronto 7 septiembre 2017; en Alemania 15 marzo 2018; en España 21 septiembre 2018
Tras un par de películas en su país natal, Tatuaje y Las joyas de la familia, Robert Schwentke se labró una carrera como irregular director de cine comercial en Estados Unidos, cultivando todo tipo de géneros, del thriller en Plan de vuelo: Desaparecida a la ciencia ficción en la serie Divergente, pasando por el romance fantástico en Más allá del tiempo, la comedia policiaca en RIPD: Departamento de Policía Mortal y la acción en RED. Una filmografía no precisamente exquisita que ahora pretende remontar con este regreso a Alemania y su primera incursión en los horrores de la Segunda Guerra Mundial. En un impecable y gélido blanco y negro, Schwentke relata la historia espeluznantemente verdadera del soldado Willy Paul Herold, desertor del ejército alemán a pocos días de terminar la conflagración, que tras encontrar un traje de oficial nazi asume el rol de un despiadado e inhumano criminal capaz de exterminar a los huéspedes de un campamento de prisioneros saltándose todas las reglas del derecho internacional. Es como si el Amon Goeth de Ralph Fiennes de La lista de Schindler asumiera el protagonismo de una película, toda una perversión en el arte de contar historias, donde habitualmente es con la persona íntegra y justiciera con quien nos invitan a empatizar. Cruel y violenta en extremo, la película parece querer demostrar cuánto más crueles podemos llegar a ser los humanos en función de la menor formación recibida y la mayor presión sufrida en una coyuntura como la que ofrece una batalla continua. Así el sadismo refinado del auténtico oficial nazi se sustituye por el más visceral y salvaje de un cualquiera cuyo único objetivo debería ser huir, pero que se convierte en un horripilante monstruo tras ese encuentro fortuito del instrumento ideal, en este caso un traje que como el que vestía el protagonista de la película de Alberto Rodríguez, abre nuevas posibilidades a una existencia gris y mediocre. A su alrededor un grupo de desertores como él aprovechan la coyuntura para sembrar el terror, mientras el director y guionista echa mano de clichés varios, como ese humor grotesco tan característico alemán, o el consabido cabaret vulgar que evoca con menor fortuna al Visconti de La caída de los dioses. Situaciones que dudamos casen con el momento descrito y la atmósfera en la que esta pandilla que haría las delicias de Tarantino comete sus barbaridades. El resultado deviene por lo tanto en una absurda y nauseabunda sucesión de crueles y salvajes juegos con la vida de los otros, narrado y retratado con tanta frialdad como falta de sentido moral, y acertando tan sólo en el tono eminentemente terrorífico que impregna toda la función, culminando en un aún más grotesco paseo de los asesinos desertores por las calles de una ciudad contemporánea, cuales matones de barrio marginal disfrazados de autoridad neonazi, empoderada e injusta.
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