Onofri al frente de la Barroca de Sevilla |
Aún sin una temporada definida, la Barroca de Sevilla fue la encargada por segundo año consecutivo de abrir el curso académico de la Universidad Hispalense, un acto al que como viene siendo habitual ninguna autoridad académica se dignó otorgarle la categoría protocolaria que merece. Menos mal que ahí estuvo como siempre Ventura Rico para pronunciar las palabras oportunas, no sólo en relación a los habituales cambios de orden en el programa sino también para expresar un emocionado agradecimiento y ennoblecer la indispensable labor de quienes iluminan nuestro conocimiento. Por el contrario entre la comunidad universitaria asistente abundaron los parloteos, consultas al móvil, descaradas tomas de fotografía e insufribles plastiquitos de caramelos.
Al contrario que el año pasado, éste no se hizo coincidir el Proyecto Atalaya de recuperación del patrimonio musical de las catedrales andaluzas con este concierto de inauguración del curso, aunque en el programa se insistiera en él. En su lugar Enrico Onofri, una vez más al frente de la formación, seleccionó algunas páginas poco transitadas de la llamada Escuela Napolitana y aledaños, como Alessandro Scarlatti, que fue profesor de Francesco Durante, a quien se le atribuye la creación de dicha escuela. De Scarlatti, siciliano pero afincado en Nápoles y durante mucho tiempo a las órdenes de la corte española, al menos hasta la Guerra de Sucesión, la Barroca interpretó dos piezas. El primero de sus Seis conciertos en siete partes publicados en 1740 abrió la exhibición, algo desangelado en el grave inicial pero rápidamente recuperado en brío y brillo a partir del allegro, con una inusual moderación en los tiempos y ritmos, menos marcados de lo habitual en Onofri, una estética que se mantuvo a lo largo de casi todo el programa. En la segunda pieza pudimos disfrutar del buen hacer, a veces vertiginoso y casi siempre virtuoso, de Guillermo Peñalver a la flauta dulce, en la Sinfonia Settima, que ni es sinfonía como se titula ni concerto grosso como se define, y donde la flauta tiene un carácter eminentemente solista. Pero ni las obras de Scarlatti, maestro de la ópera y genio de la cantata, ni las de los demás autores convocados se encuentran entre lo más interesante de la producción de la época. El Nápoles de finales del Seicento y principios del Settecento se caracterizó musicalmente más por la música vocal que por la instrumental, donde sí destacó la Venecia de entonces.
Con la Sonata Terza de Francesco Barbella, a cargo de los pesos pesados del conjunto historicista, y el muy melódico Concerto en la menor de Domenico Natale Sarro, una de cuyas óperas inauguró el mítico Teatro San Carlo de Nápoles, pudimos seguir disfrutando de Peñalver a la flauta, que aunque sufrió puntuales caídas de tensión, demostró una gran versatilidad y un dominio absoluto de los afectos, a los que hay que añadir una considerable dosis de elegancia y un fraseo distinguido. El Concierto III en Mi bemol Mayor de Francesco Durante, único quizás de los compositores convocados que se centró en la música instrumental y tocó la vocal sólo en obras de carácter espiritual, y la Sinfonía en Fa Mayor de su alumno Giovanni Battista Pergolesi, de aires ya más clásicos, completaron el programa con resultados satisfactorios por parte de una Barroca que se benefició además de la óptima acústica del Auditorio de Ingenieros de la Cartuja, y ofreció como siempre lo mejor de ella, con ataques precisos y seguros, manteniendo un nivel de exigencia admirable.
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