Francia-Bélgica 2014 135 min.
Dirección Cédric Jiménez Guión Cédric Jiménez y Audrey Diwan Fotografía Laurent Tangy Música Guillaume Roussel Intérpretes Jean Dujardin, Gilles Lellouche, Céline Sallette, Benoît Magimel, Guillaume Gouix, Mélanie Doutey, Pauline Burlet, Eric Godon, Xavier Allan, John Flanders, Feódor Atkine Estreno en Francia 3 diciembre 2014; preestreno en Sevilla 16 julio 2015
Un enorme esfuerzo de producción que no se ha visto recompensado ni en taquilla ni en reconocimientos artísticos, con apenas un par de nominaciones a los César en los más que evidentes apartados de vestuario y diseño de producción, despreciando otras bondades de la película, como su impecable factura técnica o el esforzado trabajo interpretativo de Jean Dujardin. En el papel de un juez al que se le encarga la difícil tarea de acabar con la mafia italiana en Marsella en los convulsos años 70, Dujardin (El artista) deberá enfrentarse con un terrible y sofisticado capo al que da vida Gilles Lellouche (Cuenta atrás, Pequeñas mentiras sin importancia), en una suerte de duelo deudor del cine americano en la línea del que podrían interpretar astros de la talla de Pacino y DeNiro. Pero no sólo en esto se antoja deudora del cine americano, al margen de tratar un tema que ya fue llevado con notable éxito por William Friedkin en 1971 (French Connection), sino que su narrativa y el uso de la banda sonora recuerdan a Martin Scorsese, tema incluso prestado de Max Richter para Shutter Island; mientras el diseño artístico recuerda en muchas ocasiones al tratamiento que Brian De Palma ha dado a sus películas de temática parecida, muy especialmente Scarface con sus discotecas ochenteras y sus mujeres sofisticadas. La película, en definitiva, cuenta con una magnífica ambientación que se extiende incluso al logotipo de la productora, Gaumont, del que se ha recuperado su diseño de entonces. El problema es que a pesar de su deslumbrante acabado formal y que no se le puede negar cierto brío, nervio o energía en su narración y puesta en escena, le falta trasparencia y convicción en su forma de contar los acontecimientos, hasta tal punto que no llega a enganchar ni interesar lo suficiente en ninguno de sus tramos, quedándose simplemente en un lujoso artilugio, digno pero enfocado a un consumo rápido y olvidable. Inevitable resulta por lo tanto no sentir melancolía cinematográfica por los suculentos pasajes de la oscarizada película de Friedkin, especialmente aquellos que enfrentaban a Gene Hackman y un elegantísimo Fernando Rey. Como apunte final señalar que se pudo ver como preestreno en el gigante cine de verano Open Star, situado a orillas del Guadalquivir, cuyos alardes técnicos se ven considerablemente reducidos por lo tarde que anochece, y que ha experimentado un notable ascenso de público tras la lógica bajada del precio de las entradas. Imperdonable es sin embargo que corten los títulos de crédito nada más terminar la película, emulando la misma práctica salvaje que ejercen las televisiones, privadas o públicas, incluso aquellas que se erigen en defensoras de la cultura.
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