Si no recuerdo mal no teníamos el placer de ver y escuchar a Carlos Álvarez en el Maestranza desde aquel Don Giovanni que representó en noviembre de 2014 y que encumbró al director Maxim Emelyanychev al Olimpo del imaginario musical hispalense. Han pasado poco más de cinco años y la espera se ha hecho notar pero ha merecido la pena. Hace apenas unos días recibió el caluroso y muy merecido homenaje de la Ópera de Viena, donde debutó hace veinticinco años. Para su regreso al coliseo sevillano se ha visto arropado por su buen amigo y cómplice musical Rubén Fernández Aguirre, y ha aprovechado para dar la alternativa definitiva a Berna Perles, una soprano también malagueña a la que hemos visto progresar ante nuestros ojos desde que en 2016 ganara el Certamen de Nuevas Voces de Sevilla, lo que le ha propiciado intervenir en varios espectáculos organizados en nuestra ciudad, como la ópera de cámara Un avvertimento ai gelosi de Manuel García, promovido y dirigido por el propio Rubén Fernández, o el espectáculo lírico teatral articulado por Juan García Rodríguez y el Instituto Polaco de Cultura En busca del rey, así como ofrecer recitales en la Sala Manuel García y colaborar en conciertos de abono de la Sinfónica.

El calificativo encaja a la perfección en el caso de Carlos Álvarez, artista en todos los sentidos, capaz de ganarse la audiencia y suscitar la más encendida y sincera admiración. Con unas muy significativas palabras, y dado que el concierto coincidía con la fiesta de San Valentín, dedicó el programa al amor en todas sus vertientes, desde la dicha a la frustración, pasando por los celos y la pasión. Ese amor que mueve la vida y el mundo y que en esta ocasión se tradujo en unas canciones de Ortega muy al estilo antiguo que Álvarez desgranó con respeto, sentimiento y emoción, desde el acento liederístico de Romance de la luna, luna a la gracia impertinente del Mariquita, aunque en el camino su voz poderosa, maravillosamente timbrada e incisiva atisbara algún roce que propiciara que su emisión no fuese en todo momento limpia. Siguiendo una estructura simétrica y alternativa, Perles se encargó de las más audaces y complejas canciones de Turina, demostrando que ha logrado una incontestable madurez en la calidad musical y expresiva de su voz, si bien necesita aun moldear su presencia escénica, sin llegar a exagerar su temperamento pero sí transmitir más emoción también a través de la expresión corporal.
En los dúos, a pesar de un rígido El desdichado de Saint-Saëns en el que las voces más que combinarse se superpusieron sin gracia ni armonía, exhibieron mucha química en esa segunda parte dominada por la zarzuela, con un enternecedor En mi tierra extremeña de Luisa Fernanda de Moreno Torroba, un antológico Por qué de mis ojos de La revoltosa de Chapí, y un apasionado Ten pena de mis dolores de La del soto del parral de Soutullo y Vert, mientras en solitario Álvarez impuso su dominio de la proyección y la expresividad en Agua que río abajo marcha de La Calesera de Francisco Alonso, y Perles exhibió un considerable temperamento y derroche de talento en el trágico Que sepa to er mundo de Entre Sevilla y Triana de Sorozábal. Igual que los musicales parecen cobrar un aumento de categoría y dignidad cuando los entonan estrellas de la lírica, lo mismo debieron pensar ambos cantantes al abordar la copla en las propinas, con él ahorrando ornamentaciones y silencios en un austero Ojos verdes de Manuel López-Quiroga, y ella apostando por la contención en Y sin embargo te quiero de Quintero, León y Quiroga. Dos versiones muy apreciadas que precedieron un final a lo grande anticipando el próximo título zarzuelero del Maestranza, El barberillo de Lavapiés. Rubén Fernández Aguirre acompañó en todo momento con elegancia, complicidad y un sentido de la compenetración encomiable, no en vano conoce bien a los artistas a los que acompaña y ofrece lo mejor de sí sin enturbiar ni ensombrecer y sin embargo no por ello pasar desapercibido.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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