Estos días se ha escrito mucho en los medios de comunicación acerca de los avatares que tuvo que sufrir Verdi para poner en pie esta ópera inmediatamente anterior a La forza del destino, y sobre cuántas modificaciones tuvo que sufrir desde la intención original de recrear el asesinato en un baile del Rey Gustavo III de Suecia a finales del siglo XVIII, objeto ya de un libreto de Eugène Scribe que dio lugar a un par de óperas hoy absolutamente olvidadas, hasta convertirse en un mero folletín amoroso ambientado en el Boston colonial de finales del siglo XVII. También nos han contado a raíz de su presentación la pasada semana que veríamos este título tal como Verdi lo estrenó un 17 de febrero hace ahora ciento sesenta y dos años, dado que lo habitual en los últimos tiempos es recuperar a Gustavo y su corte sueca. Pero ya sabíamos por los anticipos que esto no era exactamente así, que una vez más el director escénico querría dejar la impronta de su supuesto talento y ambientar la historia del gobernador inglés en la Norteamérica abolicionista de mitad del siglo XIX, parece ser justo después de la Guerra Civil y varios años después del estreno de la ópera en Roma. Todo esto no genera más que confusión, se adhiere poco al libreto y sus intenciones quedan bastante desdibujadas. Además Gianmaria Aliverta parece empeñado en inundar la escena de arte conceptual, con multitud de objetos de atrezzo que sustituyan la falta de decorados – los fondos se resuelven en su mayoría en negro – que en nuestro caso se agrava además por las condiciones impuestas por la pandemia, lo que se hace especialmente evidente en el cuadro final, sin antorcha que sirva de templete para la orquesta interna.
Un convencional primer cuadro con libertadores glorificando al gobernador da pie a un segundo en el que la guarida de la adivina Ulrica, ataviada como hechicera africana, se resuelve con plataformas elevables que liberan presos y esclavos, y una serie de espejos en los que quizás se reflejen nuestras almas, y con ellas el destino inexorable, y que en un momento dado bailan al son de la música originando una de las escenas más ridículas de la función. En el segundo acto un montículo giratorio consigue dar sensación de movimiento, uno de los mayores logros escenográficos del montaje, mientras al final de este acto los conspiradores toman la forma del Ku Klux Klan, dando algo de coherencia a su intención de eliminar al gobernador por su actitud abolicionista. Se van cumpliendo así todos los detalles de un libreto en el que las máscaras no solo aparecen en el baile final sino a lo largo de toda la función, y que en este caso además se potencia con el uso obligado de mascarilla salvo en los personajes principales. Una foto nada disimulada para sugerir un cuadro descolgado de la pared de una majestuosa chimenea y varios muebles de anticuario adornan la primera parte del tercer acto, hasta que ya en el último el salón de celebraciones vacío y escuálido se transforma en un jolgorio controlado cuando la cabeza de la Estatua de la Libertad surge cual final de El planeta de los simios y añade más significado conceptual a un montaje que se nos antoja así definitivamente cargante. Afortunadamente las coreografías bien bailadas de este cuadro y el precedente en casa de Renato, añaden dignidad a un espectáculo discutible.
Calidad en el apartado estrictamente lírico
Sin embargo todo lo dicho pasa a un segundo plano cuando nos referimos a los valores musicales de este segundo título de la temporada que como Carmen, que si nada lo impide la veremos al final de la misma, no se representaba en Sevilla desde la Expo, cuando lo trajo James Levine con el Metropolitan. Ramón Vargas lleva más de treinta años sobre las tablas, y aunque nunca ha estado entre los más grandes, siempre ha servido para adornar carteles, su carrera le avala y mantiene la voz en muy buena forma. Quizás le falte algo de volumen, pero salvo un traicionero descuido en el segundo cuadro del primer acto, el resto lo defendió con destreza y dignidad. Su dúo con Amelia del segundo acto mereció encendidas ovaciones, y es que la soprano armenia Lianna Haroutounian demostró por qué está tan bien considerada entre los amantes de Verdi, con notable agilidad y considerable fuerza expresiva, rutilantes agudos y mucha sensibilidad. La voz del barítono Gabriele Viviani está más cerca de la de un bajo, una tesitura que generalmente asociamos a villanos o personalidades muy ilustres, lo que Renato quizás no es según el libreto, pero sí hoy en día en que su actitud define a los violentos y maltratadores, de forma que lo que en un principio parece un despropósito va cobrando sentido a lo largo de la obra. Su rol también lo defendió con altura y generosidad, tanto dramática como a nivel canoro.
Marina Monzó da vida al paje Óscar con mucho desparpajo y flexibilidad en su línea de canto, además de un notable dominio de las agilidades y un timbre tan adecuado como su gracia escénica. Cumplió también con su cometido Olesya Petrova como Ulrica, dominando sin aparente dificultad todos los registros de su ancha tesitura. También cumplieron con más que corrección los conspiradores Andrés Merino y Gianfranco Montresor, de voces profundas y muy bien colocadas. Aunque en puntuales ocasiones llegó a ahogar a las voces, la dirección de Francesco Ivan Ciampa fue sencillamente espectacular, atenta e idiomática, dramática y concentrada, extrayendo de la Sinfónica un brillo y un color extraordinarios. El apoyo que los músicos del Conservatorio Manuel Castillo prestaron en el cuadro final estuvo a la altura, mientras el coro cumplió como es habitual, con profesionalidad y alto grado de competencia y responsabilidad, por lo que en conjunto la música, que al fin y al cabo es lo que más importa, superó a la ambición artística de una puesta en escena tan discutible como disparatada.
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