Con nueva gerente al frente, María Mari-Pérez, y una enorme ovación de entrada que legitima sus reivindicaciones laborales, la ROSS se enfrentó en apenas unos días a una nueva y prestigiosa batuta, tras los estupendos resultados concebidos con Roberto Devereux bajo las órdenes de Yves Abel. El francés Betrand de Billy, con una vasta experiencia a menudo jalonada de éxitos en auditorios y teatros de ópera de toda Europa, incluido el Liceo, del que fue director artístico entre finales del pasado siglo y principios de este, se encargó anoche y volverá a hacerlo hoy de la monumental y rotunda Sinfonía nº 5 de Mahler. Programada como pieza única, demasiado larga para complementarla con una primera parte con sustancia, y demasiado corta para satisfacer las demandas de un concierto standard, la Quinta fluyó entre sus manos con cierta superficialidad, permitiendo brillar a la orquesta a nivel técnico pero quedándose en la epidermis de su riqueza expresiva.
Para empezar, la decisión de intercambiar violonchelos y violas, dejando a los primeros en un segundo plano, no nos pareció muy acertada, por cuanto una de las principales bazas de la orquesta ha sido siempre su cuerda grave, que le proporciona un cuerpo y un relieve que dan distinción a sus interpretaciones. En esta ocasión casi toda la responsabilidad quedó en manos de la también excelente familia de los contrabajos, por lo que en conjunto todo sonó más leve y ligeramente suavón, etéreo y hasta un pelín relamido. Resultó como si hubiesen faltado ensayos, o como si la orquesta no se hubiera enfrentado antes, en varias ocasiones, a tan célebre página. Por otro lado dio la sensación de dirigir rápido, aunque el cronómetro pudiera quitarnos la razón, descuidando sus muchas inflexiones y cambios de registro. Nada de esto fue óbice sin embargo para que la orquesta brillara en conjunto y, sobre todo, en sus lucidos solos, especialmente la trompa de Joaquín Morillo, cuyas intervenciones en el scherzo central fueron técnicamente impecables y decididamente poéticas a nivel expresivo. Pasamos lista y apenas acusamos ausencias en la enorme plantilla convocada al efecto, refuerzos incluidos, lo que quizás potenció que esa errática dirección hiciera que determinados pasajes resultasen algo deslavazados y hasta indisciplinados.
Estructurada en cinco movimientos repartidos en tres partes, la pieza reviste una enorme complejidad contrapuntística de la que de Billy apenas se hizo eco, que prefirió potenciar los rotundos contrastes de la pieza, empezando por un arranque avasallador, frente a esa riqueza textural que añaden una nueva dimensión a la expresividad del autor. Apreciamos algo de desgana en la marcha inicial, acertando en dotar al conjunto de un clima nostálgico pero corto en desesperación y acusando sobresaltos demasiado violentos. Mejor nos pareció el segundo movimiento (atormentado y agitado), más dinámico y con mayor tensión, y en el scherzo disfrutamos con los solos de trompa aludidos y la elegancia que le impregna ese estilo entre vals y ländler que le caracteriza. El famoso adagietto se resolvió con ligereza y prontitud. Esta despedida del mundo, como reza el Rückert Lied en que se basa, sonó apolíneo y a la vez robusto, así como acertadamente fluido, mientras para el gran final, de Billy llevó a la orquesta por derroteros previsibles y trillados hasta desembocar en una conclusión apoteósica, en la que solo apreciamos triunfo y una exultante alegría absolutamente ausente de cualquier atisbo de ironía. De cualquier forma, el esfuerzo de poner en pie tan compleja y a la vez delicada obra maestra merecen todo nuestro respeto y admiración, sobre todo teniendo en cuenta el ritmo de trabajo al que en determinadas épocas del año se somete a la orquesta, que la próxima semana celebra además la Exposición Iberoamericana del 29 en el Lope de Vega.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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