Concierto nº 2 del Ciclo Sinfónico de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Dmitry Shishkin, piano. Álvaro Albiach, dirección. Programa: Polednice Op. 108 B.196 y Sinfonía nº 7 en re menor Op.70 B.141, de Dvorák; Rapsodia sobre un tema de Paganini en la menor Op.43, de Rachmáninov. Teatro de la Maestranza, jueves 16 de octubre de 2025
La
famosa rapsodia de Rachmáninov fue su último trabajo concertante para piano y
orquesta, compuesto ya en su exilio estadounidense y plegándose a un estilo musical ampliamente abrazado en las
islas británicas, tan apreciable por ejemplo en las composiciones
cinematográficas inglesas de la época. La tercera de las piezas programadas fue
quizás la que mejor respondió al espíritu convocado; eso y el carácter profundo, serio y tan sumamente
mecanizado del pianista invitado.
Más
técnico que emotivo
Si
hay algo que caracterice a la Rapsodia
sobre un tema de Paganini de Rachmáninov, además de su popularidad, lo que
le ha llevado a ser programada en multitud de ocasiones, es su efusividad lírica y su extrema elegancia.
Extraer estas virtudes de la partitura exige una expresividad poética y un
lirismo que el joven ruso Dmitry
Shishkin no fue capaz de poner en práctica, al menos en toda su amplitud.
Cabía
esperar que el pianista hiciera gala de su escuela
y tradición, pero no de manera tan extrema, como si retrocediéramos varias
décadas. Arrancó nervioso e incluso algo inseguro, pero rápidamente se corrigió
y se limitó a ser endiabladamente rápido,
vertiginoso, a lo que Álvaro Albiach se plegó con acierto y profesionalidad. No
cabe reprocharle sentido de la vitalidad
y de la variedad de estilos y ritmos que la pieza atesora, pero no fue
capaz de insuflarle esa riqueza lirica que contienen algunas de sus
variaciones, especialmente la archiconocida y casi milagrosa número 18, que nos emocionó más en manos de la orquesta,
bajo el lirismo que fue capaz de transmitir la batuta, que en el mecanicismo frío y distante de
Shishkin.
El
pianista es un auténtico entusiasta,
como demostró ofreciendo sin tener que insistirle dos propinas, una de ellas
con la técnica virtuosa y enfervorecida
que le exige Prokofiev. Acertó más con las sonoridades sombrías que con las más
dolientes de las variaciones, y no se le puede negar que estuviera a la altura
en las efervescencias rítmicas que
contiene la partitura, pero incluso entonces echamos en falta algo más de drama
e intensidad emocional.
Una batuta intensa y dramática
En
las antípodas de la frialdad rusa estuvo la fogosidad del director valenciano, que con ayuda del concertino
asistente Juho Valtonen edificaron un Dvorák efusivo e intensamente dramático, primero con el poema sinfónico La bruja del mediodía, en el que fue
perfectamente apreciable la narrativa de este tétrico cuento tradicional checo,
lo que no es fácil porque tampoco el autor lo dejó meridianamente claro. A fuerza de contrastes y acentos, y unas
transiciones tan medidas como suaves, Albiach logró una exposición brillante de
la pieza, destacando el trabajo de las maderas, imponentes cuando el
terrorífico personaje acecha, casi anticipándose
a las corrientes expresionistas que aún tendrían años que esperar para
imponerse.
Pero
fue sobre todo en la magistral Sinfonía
nº 7 donde pudimos apreciar un trabajo tan intenso y profundo del director
y la orquesta, observándose claramente la intención
de Dvorák respecto al universo brahmsiano. Una enorme carga de energía se
adueñó del allegro maestoso inicial,
con un tratamiento épico soberbio y un trabajo
sobresaliente de los metales. Muy inspirado e igualmente ardiente resultó
el poco adagio, con una excelente incursión
de las trompas en ese sorprendente pasaje
wagneriano central. Albiach supo extraer toda la carga poética de esta preciosa página, para a continuación mostrar
el ritmo y la dicha del scherzo-vivace,
única concesión clara a los orígenes del autor, y finalizar con un ardor exacerbado y dramático en el allegro final a ritmo de marcha, desembocando
en una explosión de majestuosidad y optimismo.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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