El
recorrido arrancó con Chaikovski, y con perdón de Bellini, Gounod y hasta de
Prokofiev, la mirada más popular jamás
concebida en torno a Romeo y Julieta
de Shakespeare, sólo al mismo nivel de popularidad que la banda sonora de Nino
Rota para el clásico de Zeffirelli. Inició lenta
y piadosa con el coral dedicado al Padre Lorenzo, y pronto atisbamos su
habilidad para alternar de forma tan
equilibrada como elegante, los pasajes más virulentos de la partitura con
ese apasionado tema de amor que le da sentido e identidad a esta singular
fantasía. Magníficas las aportaciones de
las maderas, dotando al conjunto de la ternura que tanto asoma a lo largo
de su desarrollo. Sung logró combinar determinación
dramática y máxima intensidad sonora y sensual, hasta vislumbrar el trágico
final de los amantes con un cierre íntimo y recogido, antes del apoteósico
punto y final.
Cuatro
trompistas cuidadosamente seleccionados
Menos
divulgada que la pieza anterior, quizás por la dificultad de conciliar cuatro solistas a la altura de sus
exigencias, es la Pieza de concierto para
cuatro trompas y orquesta de Robert Schumann. Se trata de una suerte de
divertimento con el que el autor, en una de esas escasas épocas de felicidad pletórica que tuvo en su
vida, procuró exhibir la dificultad
técnica y el virtuosismo del instrumento, la trompa cromática con pistones
que había sido recientemente perfeccionada por su colega vienés Leopold Uhlmann.

De izquierda a derecha, Díaz, Gómez, Morillo y Piñeira
Quizás
faltó algo más de ensayo para pulir la
estrecha colaboración y la voz al unísono del conjunto, pero en términos
generales, y dada la dificultad del instrumento, la experiencia resultó gratificante.
Especialmente logrado fue el diálogo con
una atenta Shi-Yeon Sung.
Nostalgia
vienesa
Muchos
años pasaron desde que Strauss estrenó una
de sus óperas más icónicas hasta que decidió extraer parte de su material
para convertirlo en suite, primero en 1934 fijando su atención fundamentalmente
en los valses que tanto representan el imperialismo
vienés al que miraba con sentido tanto irónico como nostálgico. Así hasta
1946, que fue extrayendo nuevas suites que convergieron en una más ecléctica con pasajes de los tres actos de la función.
Apenas
veinte minutos, escasos para cubrir
toda una segunda parte de un concierto sinfónico convencional, que podría
haberse doblado con alguna otra composición de Strauss, que con esa duración
tiene bastantes, pero suficiente para
emocionarnos y dejarnos seducir por la voluptuosidad de una partitura
irrepetible. Sung cuidó todos los resortes que hacen de la pieza un festival de sensualidad e incluso
erotismo, logrando una comunión perfecta con cada solista convocado, especialmente
violín y chelo primeros. En términos generales, Sung logró una lectura sofisticada de la magistral partitura, un recorrido
repleto de nostalgia y sensualidad, y el público, a pesar de la brevedad,
aplaudió notablemente satisfecho.

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