Reunir
en un mismo concierto un viaje tan
estimulante como el que propone Harold
en Italia de Berlioz con dos piezas icónicas de Ravel, una muy divulgada en
los atriles de la Sinfónica, La valse,
la otra, menos frecuente pero de tal
belleza y calidad que hace añorar que no se interprete Dafnis y Cloe, el ballet al que pertenece, en su integridad,
constituye sin duda un gozo para
cualquier persona aficionada a la gran música, la que nos une y nos hace
más fuertes, seguros y felices. Eso y el cariño que se le dispensa al maestro
fueron sin duda los detonantes para que este cuarto concierto del ciclo sinfónico de la ROSS registrara tan
buena entrada, y a su principal artífice se le aplaudiera mucho y con tanto
cariño y admiración.
Melancolía
puramente romántica
La
violista Lise Berthaud fue la
encargada de incorporar al protagonista de este viaje sensual y atmosférico por
tierras itálicas que propone Harold en
Italia, de Héctor Berlioz. Esta es la primera
vez que la artista también gala colabora con Plasson, que a sus noventa y
dos años exhibió una fuerza arrolladora y una pasión inigualable para levantar
con firmeza y precisión la compleja
construcción que soporta tan magistral obra. Que Paganini rechazara
estrenarla por exigirle demasiados parones, se evidenció en las aparentemente incómodas esperas que tuvo que sufrir
la violista, frente a la exuberante orquestación de una pieza a la que Plasson
prestó una esmerada atención.
Hace
poco nos llamó la atención el entusiasmo con el que otro gran Michel afrontaba sus últimos conciertos en el documental Érase una vez Michel Legrand, y
comprobamos que también Plasson pone
toda su alma y corazón en aquello que seguramente da más sentido a su vida,
la música. Sólo así se consiguen resultados
tan extraordinarios, logrando de cada instrumento y conjunto una precisión
extraordinaria, y de cada verso una
emoción inusitada. Situar los violonchelos tras los violines y las violas
debió influir en tan magnífico resultado, ampliando las posibilidades tímbricas
y expresivas de una página con tanto
color y relieve.
La
sensualidad hecha música
Pocos
como Plasson pueden extraer tanta
sensualidad y magia de la música de uno de nuestros favoritos, Maurice
Ravel. Nos puede parecer que conocemos La
valse sobradamente, para que llegue un artista descomunal y nos haga oír y sentir texturas y síncopas nuevas,
desconocidas. Es lo que pasó fundamentalmente en un arranque tan diseccionado y
medido como el que ofreció Plasson con la inestimable
ayuda de los maestros y maestras de la orquesta, absolutos expertos en la
materia. A partir de ahí, pura
sensualidad y una embriagadora vehemencia en los pasajes más dinámicos y
enérgicos, todo un torbellino fantástico y, en cierto modo, fatal.
De
la sinfonía coreográfica Dafnis y Cloe,
Plasson interpretó la segunda suite, que prácticamente coincide con la tercera parte de la obra completa, pero sin coros.
Una perfecta comunión con la naturaleza protagonizó la introducción, con aportaciones sensacionales de la cuerda
grave. Con una inteligente mezcla de ternura e inquietud, Plasson insufló
de sincero lirismo una pieza que así interpretada logra conmover hasta límites insospechados, para en el descomunal final
describir una bacanal arrolladora y extraer nuestros instintos más primitivos y
apasionados.
De
manera insólita por tratarse de un concierto de abono, ante los arrebatados aplausos dispensados por el
público, y visiblemente emocionado, Plasson ofreció una propina con forma
de expresiva elegía, el adagietto de La Arlesiana de Bizet, pura delicadeza y conmoción espiritual.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía


 
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