Coincidiendo una temporada más con el Día Internacional de la Mujer, el ciclo que articulan Carmen Martínez-Pierret e Israel Fausto en torno al trabajo frecuentemente olvidado de las mujeres compositoras, se centró en esta ocasión en una autora muy singular y digna de reivindicar, la romántica francesa Louise Farrenc. Somos una civilización continuamente en inminente peligro de extinción, y sin embargo lo suficientemente inmadura y primitiva como para necesitar seguir reivindicando derechos y libertades, aunque en demasiadas ocasiones confundamos nuestras reivindicaciones con restar las de otros colectivos, en lugar de sumar entre todos y todas. La de ayer fue una digna manifestación de hasta dónde se puede llegar colaborando y prestando atención al talento del prójimo. Cinco hombres se encargaron de elevar al podio que merece la música de una mujer reconocida y celebrada en su momento, pero como tantas otras olvidada y despreciada por la posteridad simplemente por su género. Es cierto que la ausencia de Carmen Martínez se debió a una indisposición, pero propició la feliz circunstancia de que Carlos Apellániz la sustituyera al piano, cumpliendo así esta particularidad que hemos apuntado de hombres rendidos al talento y el encanto de una mujer muy particular. A eso debemos añadir que, al contrario que muchas mujeres de su generación y posteriores, su esposo no se apropió de su obra con pretextos coyunturales, sino que la apoyó como empresario y editor, confiando ciegamente en su valía y encumbrando, al menos contemporáneamente, su trabajo. Otras circunstancias muy especiales, como el hecho de que Farrenc superara la brecha salarial como profesora del Conservatorio de París, fueron desgranadas por Israel Fausto como maestro de ceremonias y magnífico comunicador a lo largo de la velada.
En los atriles coincidieron cinco estupendos músicos, reunidos para la feliz ocasión, todos menos el anfitrión provenientes de la comunidad valenciana, el violinista Enrique Palomares, el violista David Fons, el contrabajista Javier Sapiña y el ya mencionado Apellániz al teclado. La experiencia fue doblemente satisfactoria, por un lado por descubrir páginas de desbordante creatividad y contumaz inspiración, inexplicablemente poco registradas, y por otro por disfrutar del excelente y esforzado trabajo de sus intérpretes, que no se conformaron con divulgar las piezas sino darles la mejor forma de cara a reivindicar su mérito y valor. Compuestas de continuo e inspiradas ambas por la fascinación que le reportó a su autora la escucha del Quinteto de Schubert que conocemos como La trucha, para el mismo conjunto de instrumentos, los dos quintetos de Farrenc exhiben una atmósfera muy distinta y están informadas por un espíritu diferente, más dramático y visceral el primero, mucho más amable y juguetón el segundo. Sus cinco aguerridos intérpretes supieron transmitir a la perfección esta particularidad, a la vez que ensamblar sus cometidos y compenetrarse como si trabajasen juntos con mucha frecuencia.
En el op. 30 brilló sobremanera el piano, con escalas vertiginosas y arpegios turbulentos, que Apellániz controló con sabiduría pero sin contención, y sin embargo sin eclipsar a sus compañeros. También Palomares hizo una excelente demostración de control, con una articulación clara y envolvente que se vio perfectamente secundada por una cuerda intermedia que tuvo algunas pérdidas de tono sin importancia que en ningún caso deslucieron el perfecto acabado de un allegro inicial vivaz y contundente. En el adagio Fausto aprovechó su ocasión de lucimiento, felizmente secundado por Fons y con el músculo que fue capaz de aportar en todo momento el contrabajo de Sapiña. Rápidos y con una misma estética feroz se sucedieron el scherzo y un brillante finale antes de acometer quizás con mayor éxito todavía el segundo de los quintetos de una mujer que compuso de todo, desde tres sinfonías a numerosa música vocal y camerística, y sobre todo muchas piezas para piano, instrumento del que era una virtuosa. Así, con mucho encanto y carácter afable arrancaron el elegante andante del op. 31, al que siguió un grave quizás no tan inspirado como el del quinteto precedente, ni mucho menos tan nostálgico, pero igualmente gozoso en su inventiva melódica, del que los cinco músicos se hicieron perfectamente eco gracias a una interpretación depurada, atenta a todos los detalles y matices, y presta a una articulación y un fraseo sumamente atractivos. Aunque la presencia aquí del piano tiene un carácter menos protagonista, Apellániz continuó haciendo gala de ser un formidable instrumentista, plegándose a las prestaciones de sus compañeros, que alcanzaron con el vivace y el allegro final el éxtasis y el entusiasta reconocimiento del público.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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