Vaya por delante que cada temporada, cuando hablamos de la Orquesta Sinfónica Conjunta, estamos hablando de una formación distinta, integrada por jóvenes de nuevas promociones, lo que hace mucho más inquietante e insólito que encontremos una línea interpretativa, un estilo y una personalidad tan pronunciada año tras año. Eso se debe sin duda a la capacidad de su director, Juan García Rodríguez, para imprimirle carácter e identidad. Ayer arrancó la décimo tercera temporada de esta orquesta que nos enamora, y lo hizo de forma muy significativa, celebrando el centenario de György Ligeti, como ya hiciera el propio García al frente de su conjunto Zahir Ensemble hace un mes en el Espacio Turina, interpretando su Concierto para violín, una cita que lamentablemente no pudimos atender por cuestiones coyunturales. Ayer, la emoción no hizo más que empezar, con una temporada protagonizada fundamentalmente por compositores del siglo XX y el actual, llenando ese espacio sinfónico contemporáneo que la melomanía urbana reclama y merece.
Al margen de su popularidad, generada a raíz de su incorporación a la banda sonora de 2001 de Kubrick, Atmósferas es una de las más icónicas composiciones del compositor húngaro, un punto de ruptura e inflexión en la música, que sirvió de inspiración hasta la saciedad a multitud de compositores, incluido el tan amado y afamado John Williams, cuyas resonancias se pueden percibir en partituras como las de Encuentros en la tercera fase o incluso algunos pasajes de la saga de Indiana Jones. Para la ocasión, García contó con una amplísima formación con la que levantó esta micropolifonía de planos sonoros y timbres estáticos absolutamente fascinantes, donde los músicos tienen que estar muy atentos y atentas a la extensión, el espesor y los colores de la partitura, manteniendo en todo momento una precisión extraordinaria. Digamos que la respuesta de estos jóvenes fue bastante satisfactoria dentro de la complejidad, acaso algo esquemática en algunos de sus pasajes e inflexiones, pero es indiscutible que lograron una trasparencia y una claridad magistrales, logrando que se hiciera perceptible cada plano sonoro y cada juego de timbres e intensidades, desde la cuerda sostenida al tintineo de las entrañas del piano, logrando en términos generales una exhibición muy satisfactoria.
Único en su género
La fiesta terminó con puro clasicismo, evidenciando la capacidad de estos poco experimentados intérpretes para adaptarse a cualquier estilo con mucho acierto. Aquí García eliminó vibrato y concentró las líneas melódicas para conseguir una revisión de la famosa Sinfonía nº 101 de Haydn absolutamente en estilo, ya con menos efectivos y un espíritu completamente jovial y desinhibido. Tras un adagio considerablemente oscuro y sinuoso, todo el color de la orquesta asomó de forma tan enérgica como dinámica. En el andante que da nombre a la sinfonía por el compás a ritmo de reloj que le imprimen fundamentalmente los fagotes, la orquesta logró que sus contrastes dramáticos asomaran convenientemente. La flauta, que a lo largo del concierto dio muchas muestras de virtuosismo y complicidad, logró en el minueto dar al conjunto un aire rústico muy adecuado, mientras el vivace final resultó vivaz y desenfadado, lográndose una interpretación de esta popular pieza efervescente y hasta cierto punto exaltada.
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