Se anunciaba como la segunda edición de una feliz reunión de solistas de la Orquesta Barroca de Sevilla en el disco grabado justo hace un año, Con nuestras mejores galas Vol. 1. Pero lo cierto es que el celebrado conjunto hispalense nos ha brindado en multitud de ocasiones la posibilidad de embelesarnos con sus propios artistas, y la ocasión servida anoche en el espacio Turina no fue ni de lejos la excepción. La temporada, presentada hace escasos días, arrancó así con estupendos augurios, una vez más bajo la dirección de Stefano Barneschi, que aunque ejerció más bien como concertino sobre el estrado, no cabe duda de que supo impregnar al conjunto de su rotunda y libre personalidad a la hora de conjugar la grandeza de los autores programados con las excelentes prestaciones de todas y cada uno de los músicos convocados.
La fiesta comenzó con un Concerto grosso que el británico Charles Avison compuso a partir de diversas sonatas de Domenico Scarlatti, y donde el violinista de Il Giardino Armonico midió fuerzas con Leo Rossi y el violonchelo de Mercedes Ruiz para lograr un rutilante ejercicio de ritmo y sensualidad, pasando del majestuoso largo tras el que surge un amenazante allegro, seguido de un plácido andante y concluyendo con un acelerado y despreocupado allegro de líneas claras y muy expresivas. Tras esta primera manifestación de fuerza y conjunción, la flauta dulce de Guillermo Peñalver se entregó a la que quizás fuera la pieza menos atractiva del programa, el único concierto relevante del prácticamente desconocido compositor francés Jacques-Christophe Naudot, su opus XVII nº 5, una pieza de carácter rústico de la que Peñalver se hizo eco sin demasiada dificultad, acompañado con soltura pero sin entusiasmo perceptible por una aseada Barroca. El flautista tendría luego posibilidad de resarcirse con la pieza de mayor carácter que cerró la velada.
Tres grandes en muy buenas manos
La primera parte cerró con la primera gran obra maestra de la noche, el concierto Grosso Mogul para violín de Vivaldi, que Miguel Romero, a quien apenas recordamos como solista en ocasiones anteriores, desgranó con un virtuosismo y una fuerza encomiables. La orquesta, que como siempre evidenció una pasión fuera de toda duda, acompañó a Romero con tanto respeto como evidente admiración, pero fue él quien sorprendió con un trabajo vertiginoso, endiablado, logrando a pesar de las dificultades un resultado limpio y homogéneo, sin las temibles estridencias que suelen acompañar este tipo de manifestaciones apasionadas y despiadadas. El suyo fue un sonido capaz de superar los prejuicios de cualquier oyente, con cadencias generosas repartidas entre los tres movimientos, muy especialmente un grave central en el que prácticamente todo el movimiento es una cadencia traducida como recitativo, y de la que el intérprete supo extraer toda su capacidad para epatar. Fue sin duda una más que agradable sorpresa, coronada con un allegro vertiginoso, de escalas fulgurantes y arpegios desatados, con los que Romero demostró su versatilidad y talento.
Antes, la generosa y simpática elocuencia de Ventura Rico, en su esfuerzo por explicar el subtítulo de la empresa, Las hilanderas, en honor al cuadro de Velázquez, una constante con la que esta temporada la orquesta celebrará el año en que se cumplen cuatrocientos años del nombramiento de Velázquez como pintor de la corte, el contrabajista argumentó la pugna entre el arte y la artesanía, como reto que hay que superar para pasar de meros ejecutantes a verdaderos creadores, y podría decirse que Romero y el resto de sus aguerridos compañeros están cerca de conseguirlo, si no lo han hecho ya.
Alejandro Casal y Javier Núñez no midieron sino que sumaron fuerzas en un esplendoroso Concierto para dos claves BWV 1060 de Bach, toda una manifestación de gozo en el que los dos instrumentos se fundieron como uno mientras la cuerda acompañó acaso con algo más de aspereza de lo deseable, sobre todo en el sincopado allegro inicial. Leonard Rosenman ganó un Oscar en 1975 por adaptar, entre otras músicas, el bellísimo largo central de este concierto en la banda sonora de Barry Lyndon, y no quedó lejos salvo por las cuerdas de tripa, el resultado de anoche en las bravísimas manos de los dos clavecinistas, ejemplo de compenetración y esmerado diálogo que convergió en un desatado y a la vez transparente allegro final. Todo quedó así ya atado para que Peñalver de regreso y Ruibérriz de Torres nos regalaran un concierto para flauta de pico y travesera de Telemann de líneas solemnes en los dos largos, y apasionadas en el allegro y el danzarín presto final. Una manifestación de respeto y complicidad que fue la tónica general de una inolvidable noche coronada con el movimiento inicial de un concierto para dos flautas de Vivaldi de nuevo tan expresivo como vertiginoso.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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