De África a Cuba, el mismo trayecto pero a la inversa que inspiró a Harvey Allen a escribir sobre las aventuras del joven empresario del ochocientos Anthony Adverse, lleva al desdichado Esteban Montejo a abandonar a la fuerza su tierra natal para convertirse primero en esclavo en la Cuba de los españoles, luego en guerrillero por la independencia del país, y más tarde en justiciero comunista frente al imperialismo norteamericano, solo con su machete como amigo íntimo y fiel. Así lo concibió Hans Magnus Henzensberger basándose en la biografía que el propio Montejo relató a Miguel Barnet. Son datos que revelan el interés que debió suscitar en Hans Werner Henze para dedicarle una obra escrita en el período en que residió en Cuba. Hombre de pensamiento radical, ideología marxista y condición homosexual, se sintió tan proscrito en su Alemania de origen que tuvo que residir en distintos lugares del mundo según se fuera sintiendo más cómodo y realizado. Su radicalismo ideológico le llevó a inventar artilugios como éste, tan enraizados en el momento de su gestación que hoy exhiben un discurso algo trasnochado y decididamente rancio. Teniendo en cuenta que al margen del esfuerzo que exige de sus intérpretes, es el discurso lo que finalmente trasciende de la función, la propuesta se nos antoja algo estéril aunque absolutamente admirable por el considerable trabajo y entusiasmo desplegado por los artistas encargados de ponerlo en escena.
Contar con un director escénico tan reconocido en ambientes de vanguardia como el franco-alemán Thierry Bruehl debería considerarse un logro, si no fuera porque lo suyo se limita a un discreto trabajo de iluminación consistente en cambiar el tono y el color según el capítulo de la narración y a dirigir al único actor el liza, resuelto con el habitual temperamento y sentido del ritmo presupuesto a los artistas sudamericanos, en este caso el venezolano Víctor García Sierra, bajo y él mismo director de escena de cierto reconocimiento, que aquí sorprendió en 2016 con un L’elisir d’amore inspirado en Botero. Adaptándose a tesitura de barítono y con amplios juegos de inflexión de la voz, García Sierra realizó un trabajo de cierto calado emocional aunque supeditado a la escasa emotividad de un texto algo desfasado. La tortura a la que eran sometidos los esclavos desterrados a la fuerza de su ambiente, su comunión con la naturaleza cuando se fuga, incluyendo el bestialismo, el probado machismo en sus relaciones con las mujeres, algo muy acorde a la misoginia confesa de Henze, y su animadversión a la cultura yanqui, enmarcan el tono entre el exceso declamatorio y el temperamento desmedido, en cualquier caso muy entregado y haciendo gala, como el resto de sus compañeros, de un esfuerzo descomunal.
García dirigió con aplomo y su enérgico énfasis habitual al conjunto integrado por profesionales de más que probada solvencia como Antonio Duro, desplegando a la guitarra las notas más étnicas de la pieza, que como casi todo en Henze combina atonalidad con corrientes más convencionales como la música popular o incluso el jazz. También destacó la intervención de Alfonso Rubio a las flautas, especialmente la baja, y la exótica melódica de sonoridad tan estimulante. Y Antonio Moreno exhibió fuerza y dinamismo en un trabajo decididamente atlético con los múltiples instrumentos de percusión, desde el xilófono a la marimba pasando por timbales, tambores, cajas, congas y gong entre otros. Sus compañeros participaron también en la percusión, tal como indica la partitura, logrando una coordinación y una precisión a la altura de los mejores intérpretes de una obra que en su estreno contó entre otros con el guitarrista Leo Brouwer. Una empresa por lo tanto muy meritoria por el esfuerzo y la dedicación que exige, menos interesante como composición musical así como poco relevante a estas alturas como panfleto ideológico, pero que aun así mereció el aplauso encendido y entregado de un público rendido a la excelencia de sus intérpretes.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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