Garrido comediante y Martín desmotivado
La idea sobre el escenario era interpretar a la viola obras que no habían sido concebidas para ella, si bien es verdad que no abunda el repertorio para este instrumento de cuerda como solista. La viola da gamba, el violonchelo, el arpeggione y hasta la voz humana fueron así sustituidas por el sonido de la viola, más grave que el del violín y más agudo que el del violonchelo. La valía de Alejandro Garrido ha quedado demostrada en muchas ocasiones, y su faceta de humorista avala sus particulares propuestas escénicas; esta ocasión no fue una excepción. Por su parte el también sevillano Óscar Martín ha deambulado siempre entre un apasionado romanticismo y un ecléctico vanguardismo, dejándonos en muchos casos páginas muy aceptables.
Con un cuadro de su padre sobre el escenario, evocando al Hombre y el Dios que Miguel Ángel pintó para la Capilla Sixtina rodeados de acontecimientos y personajes de nuestra a menudo lamentable Historia, Garrido quiso homenajear a su padre, fallecido apenas una semana antes, y dedicarle un concierto que arrancó con la Sonata para violonchelo nº 5 de Vivaldi, de la que ambos intérpretes realizaron una lectura más serena que reflexiva en el largo inicial, seguido sin respiro de un allegro muy rítmico y agitado y de un bellísimo y muy paladeado largo central, culminando con un danzarín allegro de ribetes folclóricos, siempre en sintonía y con un sonido ajustado y nada estridente. Fue un buen comienzo que se vino algo abajo con la Vocalise de Rachmaninov, original para voz y piano, en la que Garrido no fue capaz de encontrar el tono poético y apesadumbrado que requiere, además de exhibir un sonido débil y desafinado. Peor aunque divertido fue el siguiente peaje, una pieza de un tal Enrique Cano, nada que ver con Canito, germen de Los Secretos, precedida de llamada telefónica en directo al autor y saludos de colega, y consistente en teclado al estilo Bach con acompañamiento atonal y desvaído de la viola, golpes de arco hasta en la cabeza y recitado de frases callejeras inconexas, que hicieron las delicias de una niña del público cuyas risas añadieron más efectos a la indefendible obra.
Foto: Tomás Payés |
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