Alfredo García |
Es curioso que mientras el mundo entero celebra la noche de difuntos con tradiciones muy arraigadas, las más conocidas en México y Estados Unidos, que es la que más se ha exportado al resto y más felices hace a los chiquillos, en España sigamos siempre tan anclados en la Iglesia, y denominemos ésta como Noche de todos los Santos. Encima los más rancios no quieren ni oír hablar de que desaparezcan estas tradiciones que tanto marcan por lo visto nuestro talante e idiosincrasia. Así las cosas nuestro Día de Difuntos es el 2 de noviembre y no es fiesta; siempre llevando la contraria y creyéndonos más chulos. Pues en ese contexto sin embargo rendimos pleitesía a un mito que nada tiene que ver con los santos y más bien con los pecados tan minuciosamente enumerados por la Iglesia para martirizarnos y hacernos creer que la redención o el castigo lo encontraremos en la Muerte; quizás así relacionemos muerte y santidad. El mito de Don Juan nació en Sevilla y aquí lo celebramos todos los 31 de octubre, en vísperas de los festejos que presuntamente más nos unen a nuestros seres queridos desaparecidos. Y hoy puede que esté más vivo, cuando nos sentimos libres de tanta culpa cristiana y tenemos nuevos conceptos sobre el sexo y el amor, se ha democratizado y desdemonizado al seductor o seductora, insaciable en su apetito de placer y aventura. Por eso no conviene condenarlo, porque hoy más que nunca todos y todas podemos ser donjuanes si nos lo proponemos.
Nuria García-Arrés |
El Maestranza ha programado muy oportunamente este título en su versión más moderna, la ópera que Tomás Marco estrenó en verano del año pasado en El Escorial también en versión concierto. Un acierto de Pedro Halffter, que se postula como nuevo director general del coliseo y muchos desearíamos que así fuese, visto el esfuerzo que continúa haciendo apostando por títulos contemporáneos y de vanguardia que saquen del anquilosamiento una programación a la que la crisis ha condenado a términos populistas. Cuesta imaginar la versión escenificada de esta obra en la que Marco escarba una vez más en un héroe literario español, después de su Segismundo, basado fundamentalmente en La vida es sueño de Calderón de la Barca, y El caballero de la triste figura, ya saben basado en qué. Y cuesta imaginarlo porque su dramaturgia no está muy conseguida, tira mucho de narrador y apenas logra crear tensiones entre los personajes. Decía una amiga genovesa que allí entendían mejor las óperas alemanas que las italianas, porque llevaban subtítulos. Cierto, apenas pudimos entender una palabra del elaboradísimo texto que mezcla Da Ponte (la famosa enumeración de conquistas que hace Leporello en la ópera de Mozart sí fue inteligible, y hasta inocente), Tirso de Molina, Quevedo, Sor Juana Inés de la Cruz, Moliére y Lord Byron, con preeminencia de Zorrilla (también se apreció el No es verdad ángel de amor entre tanta frase imposible de seguir). Hubiera sido pues acertado contar con el texto y poder seguirlo, como sí pudo hacer el público de El Escorial.
Manuel de Diego |
Marco insiste en utilizar un lenguaje entre neoclásico y vanguardista, que se traduce a menudo en líneas secas y puntuales apuntes melódicos, y que la orquesta creada al efecto tradujo con acierto y profesionalidad, con notables aportaciones de músicos bien conocidos del panorama sevillano como el violinista Valentín Sánchez o el violonchelista Israel Fausto, y aportaciones extraordinarias en la percusión, un aspecto siempre muy cuidado en la música del veterano compositor madrileño, presente en la sala y muy aplaudido al finalizar la interpretación. En lo vocal sin embargo la partitura se muestra menos satisfactoria, como si se tratase de un recitativo continuo que apenas deja apreciar las facultades canoras de sus intérpretes, entre los que se encontraba el destinatario de la pieza, el barítono Alfredo García, y el tenor Manuel de Diego, que actualmente representa también Lucia di Lammermoor. Ellos, la soprano Nuria García-Arrés y los cuatro madrigalistas, todos ofreciendo un trabajo depurado y competente, colocados detrás de la orquesta, lo que a pesar de estar en alto mermó considerablemente sus posibilidades de proyección y la ya apuntada dificultad para entenderles. Está claro que aunque denominemos estos trabajos como ópera, así como la música de vanguardia como clásica, lo cierto es que no hay una continuidad natural entre lo que hacían los mil veces programados Verdi o Puccini, por poner un par de ejemplos, con lo que hacen hoy Sánchez Verdú o el más fácil y popular Philip Glass. La continuidad, por ese afán de gustar y sintonizar con la estética musical del momento, la tendríamos en el musical, que es el que se mantiene años en cartel, tanto como meses podían hacerlo muchas de las óperas que hoy se siguen programando en teatros de todo el mundo. Igual que la recepción que podía tener un Schumann tendríamos que parangonarla hoy con los artistas pop. La música seria contemporánea exige un esfuerzo intelectual por parte del oyente que incide en eso que tantos critican de mantener el arte reconocido al alcance sólo de una élite. Por eso insistimos en la necesidad de programar lo que se hace hoy en día, aunque seamos conscientes de que la taquilla no va a funcionar. Un teatro público tiene además la obligación de hacerlo, sin mirar las cuentas.
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