Dirección Esteban Crespo Guion Esteban Crespo y David Moreno Fotografía Ángel Amorós Música Arturo Cardelús Intérpretes Raúl Arévalo, Candela Peña, Paulina García, Melina Matthews, Luka Peros, Amber Williams, Emilio Buale, John Flanders, Jimmy Castro, Kristof Koenen, Bella Agossov Estreno en el Festival de Málaga 23 agosto 2020; en salas comerciales 25 septiembre 2020
Más acorde al cortometraje con el que su director obtuvo una nominación al Oscar en 2012, Aquel no era yo, un durísimo trabajo sobre los niños soldados en el convulso continente africano, que al trabajo con el que se estrenó en el largometraje, el drama generacional ambientado en Valencia Amar, Black Beach constituye a primera vista un monumental esfuerzo de producción capaz de rivalizar con cualquier superproducción americana o europea. Su sofisticada puesta en escena, tanto en los suntuosos ambientes de Bruselas con los que arranca como en la estremecedora reconstrucción de una supuesta república democrática africana que no disimula su parecido con la Guinea Ecuatorial en la que España dejó tan lamentable herencia, así como su evidente vocación de denuncia, son las mejores bazas de una producción estimable y competente. Sin embargo no ayuda la falta de trasparencia con la que son presentados algunos personajes y situaciones, ya desde un arranque que pese a su confusión sirve para definir a su protagonista como un ejecutivo sin escrúpulos al que los giros argumentales y su relación con otros personajes destacados irá desviando hacia una toma de postura convincentemente moral y comprometida.
Físicamente el generalmente espléndido Raúl Arévalo no da suficientemente la talla, mientras Candela Peña queda algo desdibujada como comparsa con permanente expresión de sorpresa y estupefacción. En el argumento confluyen acertadamente regímenes corruptos en países del tercer mundo al servicio de los intereses de empresas multinacionales, la escasa entidad que tienen los observadores internacionales y la falta de escrúpulos con la que actúan organismos supuestamente filántropos como las Naciones Unidas. Plantea en definitiva el viejo esquema de la supremacía de occidente sobre oriente, del norte sobre el sur, algo que en el momento inmediatamente anterior al rodaje de la película no contaba con una realidad sorprendente y sobrevenida, que puede suponer un revulsivo y nueva toma de conciencia tras siglos de abusos que han derivado en la nauseabunda herencia que han recibido cientos de países desprovistos así de los derechos y recursos más elementales.
Lástima que Crespo derroche buenas intenciones pero no sepa trasladarlas a la pantalla con la suficiente fuerza emotiva, esa que provoca la rabia necesaria para afrontar estas injusticias, y que en la práctica se queda demasiado en la superficie, y eso que hasta el título hace referencia a la gran vergüenza que representan miles de cárceles en todo el mundo en las que se castiga con la mayor de las durezas posibles todo tipo de delitos, incluidos los que suponen enfrentarse al régimen establecido en cualquiera de sus formas, violentas y pacíficas, simplemente porque hay una norma que así lo establece, o a veces incluso con la ausencia de tal. Un club al que parece no queremos pertenecer los países del denominado mundo civilizado, ¿o sí?
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