Son varias las grandes obras musicales que ha inspirado la tragedia de Pelléas y Mélisande, como la música incidental que compuso Fauré a finales del siglo XIX, o el poema sinfónico que Schoenberg escribió apenas un año después de estrenarse esta monumental ópera, la única que llegó a terminar el maestro del impresionismo, Claude Debussy. Nunca se había representado en Sevilla, aunque hace dieciocho años Marc Soustrot, ahora titular de la Sinfónica, ofreció en este mismo escenario una versión de concierto. Curiosamente es ahora el director honorario de la orquesta, Michel Plasson, que tantas veces ha demostrado su magisterio en el repertorio de su país, el encargado de este esperado y necesario estreno en la capital hispalense. Y la verdad es que su batuta no solo estuvo a la altura de lo esperado, sino que lo superó con creces, al proponer una lectura profunda, hermosa y poética de la extraordinaria partitura, cuya poderosa singularidad quedó patente en las manos expertas y sabias del veterano director de orquesta.
Para que triunfe una buena versión de este título único en su género, es necesario esmerarse en el timbre tanto de las voces como de los instrumentos, mientras en lo puramente escénico es necesario captar todo su contenido poético y lleno de simbología, tan intelectual como mágico. De lo primero se encargó Plasson, para quien la edad no parece ser ningún obstáculo a la hora de plasmar toda su energía y a la vez delicadeza, y para lo segundo se contó con una producción de primera categoría de Willy Decker, responsable de puestas en escena tan extraordinarias como la que realizó para La traviata del Festival de Salzburgo o la de Peter Grimes que pudimos ver en Valencia hace cuatro años. Un elenco perfecto, tanto a nivel de canto como de presencia física, puso el broche de oro a este excelente espectáculo para el que desgraciadamente solo se han programado tres funciones, lo que da idea de los pasos agigantados hacia atrás que estamos dando en esta ciudad en lo que a afición por la música se refiere.
Quince escenas bañadas por una luz prodigiosa
Todos los espacios son importantes en esta ópera, tanto como los personajes. Pero es suficiente con evocarlos, someterlos a la imaginación del público. Es lo que propone Decker en los cinco actos y quince escenas en las que se estructura el libreto del autor de El pájaro azul, y que esta producción resuelve con continuas bajadas y subidas de telón que dan paso a sugerentes interludios instrumentales cargados sensualidad e hipnótica poesía. En escena parece evocarse la atmósfera habitual en las tragedias familiares nórdicas, donde intrigas y desconfianzas parecen tomar las riendas de la historia. En cierto modo a este cronista le sobrevinieron imágenes relacionadas con el cine de Ingmar Bergman, algo potenciado por el sugerente vestuario de Wolfgang Gussmann. Pero fue la luz prodigiosa que proyectó Wolfgang Schünemann según el diseño de Hans Toelstede, lo que definitivamente ayudó a evocar esos paisajes, espacios y emociones que irradia el texto de Maeterlinck y la música de Debussy, cuyo característico mar parecía estar presente entre los gélidos elementos que invaden la a menudo escuálida escena de carácter circular, presidida por telones y grandes ventanales.
Tan importante como el talento musical se revela especialmente en este título la capacidad dramática, y todos y todas las intérpretes estuvieron en este sentido muy a la altura de las exigencias. La joven soprano noruega Mari Eriksmoen es una Mélisande delicada, contenida y llena de magia y dulzura, esa combinación de sirena, ángel y ninfa que demanda un personaje que esconde su naturaleza de femme fatale, patente cuando enreda a Pelléas como si fuera su presa entre sus cabellos, en una escena que Decker resuelve con proverbial maestría sugiriendo una tela de araña atrapando a su víctima. En lo musical, su voz cristalina y bien timbrada cautivó por su belleza y perfecta articulación. Kyle Ketelsen construye un Golaud atormentado en su justa medida, aunque protagoniza la escena más incómoda y violenta de la función, cuando desgrana su decepción por su esposa y la dirección le obliga a maltratarla expresamente sobre el escenario y ante la mirada inerte del Rey Arkel. La voz rotunda y potente de Ketelsen contrasta con la más lírica del barítono también americano Edward Nelson, que se ajusta a la perfección a su romántico aunque dubitativo personaje tanto en el canto como en lo actoral.
La voz clara y contundente del bajo francés Jérôme Varnier acusó algunas tiranteces sin importancia que no llegaron a enturbiar su autoritaria intervención, mientras la soprano franco-española Eleonora Daveze triunfó como el niño Yniold, en algún momento teniendo que mantener su firme línea de canto en actitud tan temeraria que llegamos incluso a temer por su integridad física. Peor resultó la veterana mezzo cántabra Marina Pardo, con poca proyección y mucho vibrato, como la sufrida madre de los enfrentados hermanos, aunque en lo dramático su personaje también se benefició de la contenida dirección repuesta por Stefan Heinrichs. La breve participación del coro fuera de escena contribuyó a ese clima espectral que Plasson tan bien supo insuflar a una orquesta que respondió a sus demandas con la excelencia a la que nos tiene acostumbrados. Si un buen espectáculo operístico es el que combina excelente teatro, plasticidad, creatividad y rendimiento musical de primer orden, este Pelléas y Mélisande cumple todas las condiciones. Como muy bien reflejó la dedicatoria recitada antes de empezar la función, en recuerdo a las víctimas de la infame guerra de Putin, la cultura es el único ámbito en el que la vida trasciende a la muerte. Un Pelléas y Mélisande defendido de esta manera tan ejemplar, lo demuestra.
Fotos: Teatro de la Maestranza
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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