Estreno del montaje en Mérida |
Podemos considerar el estreno de esta nueva producción del Maestranza en su teatro como la puesta de largo definitiva de esta propuesta del prestigioso Paco Azorín, tras un primer encuentro con el público en el pasado Festival Clásico de Mérida. Es ahora cuando se adapta a un escenario convencional y tiene que limar unas limitaciones de espacio y escenografía natural que en el emblemático Teatro Romano de Mérida no tenía. Y salen triunfantes tanto el director escénico como el Maestranza, que ya ha contado con él para otras producciones propias como Tosca o el espectáculo lírico para jóvenes Con los pies en la luna. Ahora Azorín ambienta este célebre pasaje bíblico en el presente, convirtiendo el Templo de Dagon en la franja de Gaza, pero no cae en la tentación en la que sí hubieran caído otros de convertir a los judíos en opresores y a los palestinos en oprimidos, para acabar rematando las similitudes con el presente. Manteniendo los roles del libreto original impide eso tan frecuente en espectáculos líricos que modifican la época de caer en la incoherencia entre lo que vemos y lo que se canta. Apuesta además por destinar el trabajo de figuración a colectivos integrados por la diferencia, consciente del esfuerzo y la dedicación que solo con mucho amor, el de familiares, educadores y ellos y ellas mismas, consigue sacar adelante su proyecto de una vida más amable y digna. Porque de amor para combatir el odio versa su particular y muy acertada visión de este Romeo y Julieta de pasiones y rencores en un ambiente tan corrompido como el de esa eterna guerra que lidera un Israel que en escena se presenta permanentemente en forma de grandes letras que sirven a su vez de escueta escenografía y elementos de atrezzo.
Ya la presentación de este pueblo oprimido, desde lo más profundo del escenario, quita literalmente el aliento, para a continuación espetarnos uno de sus momentos más incómodos y reflexivos, dejándonos claro a través de noticiarios y una reportera permanentemente en escena que no se trata de nada que no conviva con nosotros y nosotras a diario, a través de una televisión que ha deshumanizado la contienda y anestesiado nuestras conciencias. También la reportera será víctima de esta eterna conflagración, y eso nos lleva a un tercer acto presidido por el exceso y la dureza más absoluta, una provocación en toda regla pero bienvenida si está concebida para agitar nuestras conciencias. Lástima que esa aglomeración de acción e impacto en ese tercer acto afecte a la concentración en la música; aún así resulta digno de aplaudir que Azorín se haya implicado tanto en una apuesta tan sincera y revolucionaria, pensada para que la música guíe nuestros corazones, algo tan necesario en una época en la que la sinrazón, el egoísmo y la radicalidad vuelven a apoderarse de nuestro entorno más cercano.
Un buen nivel interpretativo y vocal
Saint-Saëns diseñó en un principio Sansón y Dalila como un oratorio, lo que justifica la profusión coral que tiene la pieza y convierte al coro en uno de los grandes protagonistas de la función. Omnipresente en los actos extremos como la voz de nuestras conciencias y el alarido de la justicia, la masa coral estuvo impecable en todo momento. Grandiosa su aportación, equilibrada, majestuosa y definitivamente sensacional de la mano de un impagable Íñigo Sampil, que en todos estos años al frente del conjunto vocal rara vez ha errado y suele ofrecernos trabajos a un altísimo nivel. Lo mismo se puede decir de la orquesta, un lujo en el foso, aunque aquí varía lógicamente en función de la batuta. La de Jacques Lacombe, a pesar de su familiaridad con el repertorio romántico y especialmente con títulos de fuerte calado melódico, fue una dirección algo flácida, imperceptible en algunos momentos e incapaz de aprovechar los grandes momentos líricos que la obra ofrece. Esa descarnada segunda parte del segundo acto, de considerable ímpetu wagneriano, perdió fuelle en sus manos. No es que el espectáculo no funcionase a nivel instrumental, pero podría haber dado más de sí en manos más implicadas, ganando en voluptuosidad y sensualidad, y marcando mejor los tiempos y los matices.
Kunde y Herrera en Sevilla |
En el apartado estrictamente vocal, Nancy Fabiola Herrera brilló con un timbre aterciopelado y una considerable seguridad en sí misma. Sin embargo eso no fue suficiente a la hora de mantener una línea de canto homogénea y flexible, perdiéndose en los acentos más graves, y con dificultad para modular en determinados pasajes. Pero si tuviésemos que calibrar su intervención en función de cómo entonó el precioso y conmovedor Mi corazón se abre a tu voz, tendríamos que otorgarle la máxima calificación. Dio sentido a eso que dicen de llorar en la ópera. Quizás en las próximas representaciones su voz se haya caldeado y sea capaz de afrontar el papel con más ahínco. En el apartado actoral supo transmitir la perfidia y a la vez la pasión por Sansón que destila el personaje. Gregory Kunde por su parte sí estuvo en todo momento a la altura, con un torrente de voz que facilitó su proyección, y manteniendo un registro homogéneo y preciso, aunque en líneas generales no fue el suyo un Sansón conmovedor, le faltó temperatura a todos los niveles, y aunque se esforzó no lo vimos demasiado implicado. Quien sí lo estuvo y mucho fue el barítono jienense Damián del Castillo, pura fuerza y energía como sumo sacerdote en clave de trajeado jeque árabe, un filisteo de amplios recursos canoros y una presencia escénica arrolladora. Cumplió el resto del elenco con profesionalidad y buen gusto, algo destemplado quizás el bajo mexicano Alejandro López, pero muy en sintonía el granadino Francisco Crespo y el joven trío de filisteos encarnados por el sevillano José Ángel Florido, el tenor Manuel de Diego y el bajo Andrés Merino, todo dentro de un espectáculo que supuso sin duda una patada en el estómago y un revulsivo a nuestras conciencias, tan necesitadas frecuentemente de que algo o alguien las despierte.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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